Es un hecho que ya ha cobrado una especial relevancia en España, el aumento del número de mujeres procedentes de otros países, provocando así la denominada “feminización de la inmigración”, motivada en algunos casos por el reagrupamiento familiar con las parejas que previamente emigraron (inmigrantes “pasivas”), además de un número cada vez mayor de mujeres que inician su “aventura” migratoria en solitario (inmigrantes “activas”).
La desigualdad entre ambos sexos está presente también en la inmigración al igual que en otras facetas de la sociedad y fenómenos cotidianos. La preeminencia del varón en el grupo familiar, la falta de autonomía y la dependencia del cónyuge, constituyen dificultades importantes en el acceso a los servicios de salud, sobre todo cuando se dan situaciones de aislamiento social y residencial y cuando la mujer no domina el idioma.
Desde el punto de vista de la salud, las mujeres se ven sometidas a una doble marginalidad: una, como reflejo de las evidentes desigualdades existentes en su país, y otra, la sufrida en el país de acogida.
Debemos tener en cuenta el hecho que supone el abandonar el país de origen, el abandono de la residencia familiar, el desarraigo de ascendientes y descendientes, la lejanía d e amistades y del entorno próximo. La mujer inmigrante pasa además por el desgaste de un viaje, de una adaptación, de un rechazo, de unas carencias económicas, afectivas y sociales que le obligan a desarrollar estrategias de supervivencia que afectan a su salud en general: cambios en el clima que afectan a su equilibrio hormonal con alteraciones menstruales, adaptación a los cambios de temperatura, nuevos hábitos alimenticios que afectan en muchos casos a su imagen corporal... Muchos de los problemas físicos derivados no son más que el reflejo y la somatización del estrés, la soledad y la violencia estructural y psicológica que padecen.
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